LAS BUENAS INTENCIONES
Absorto, el padre Zacarías no advierte que la joven se retira. Camina desnuda de espaldas a la puerta cubriéndose con las manos; no levanta los ojos húmedos, porque los impuros no pueden mirarle de frente. En el aire se mezcla un olor primitivo, animal, con el del habano que acaba de encender.
El alzacuellos reposa sobre un pedazo de madera que sirve como mesa. Allí mismo espera la sotana bien doblada. Sobre la tarde se cierne una calima irrespirable, pero él se deleita con el sabor del tabaco. Aspira hondo, muy hondo, para llevar el humo adonde él quiere y crea con los labios decenas de volutas que se rompen contra el techo de la choza. Sonríe y se admira del poder infinito de Dios, que incluso puede hacer que un hecho tan trivial y solitario le produzca más placer que el que acaba de gozar hace un momento.
Un ruido amenaza su intimidad en medio del silencio. Afina el oído: escucha la jungla, sus propios latidos retumbando en las sienes, pero está desnudo y decide no salir; en la selva hay sonidos por todas partes.
Cabalga en sus pensamientos y da gracias por el regalo divino de poder estar allí para cumplir con su labor pastoral. Satisfecho, observa su figura; repasa sus formas de varón y se ofrece una larga caricia. En aquel espacio angosto el sudor se condensa y el placer absorbe la incertidumbre.
Sin embargo algo insiste en romper su paz. Su mano se paraliza ruborizada. Todos sus sentidos se afilan detectando algún peligro sin nombre. Se incorpora. Vuelve a escuchar, pero la tarde no le responde. Se levanta y da unos pasos vacilantes. No sabe si salir y se inclina sobre la ventana abierta. Entonces su cabeza rodando por el suelo escupe el magnífico puro de los momentos de gloria.
LAS BUENAS INTENCIONES, por Mª Pilar Álvarez Novalvos
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